La Mediocridad como Herencia: El ADN Nacional

Por Victor D Manzo Ozeda. 

Es un hecho: en México, la mediocridad no es una falla circunstancial, sino un componente esencial de nuestra genética cultural. Esa mediocridad que nos atraviesa como un veneno lento, insidioso, y que, con un toque irónico, hemos aprendido a abrazar con resignación. No importa si eres un ejecutivo de una empresa trasnacional, resguardado tras cristales impecables en la torre de la Roma, o un recolector de basura barriendo las calles a media luz. La constante es la misma: hagas lo que hagas, lo harás con una desgana tan bien ensayada que parece innata.

El ejecutivo, trajeado y con sonrisa de plástico, es el epítome de la profesionalidad vacía. En las juntas interminables, donde se juega a decidir algo sin decidir nada, su verdadero talento no radica en la capacidad para liderar o innovar, sino en la destreza para parecer ocupado. Produce documentos llenos de jerga, de neologismos que suenan a modernidad, pero que no significan nada. Lo que se espera de él no es la excelencia, sino que se mantenga flotando en ese punto intermedio donde la mediocridad se vuelve un arte: no lo suficientemente malo para fracasar, ni lo suficientemente bueno para destacar. Porque en México, destacar es peligrosamente subversivo.

El recolector de basura, por otro lado, encarna la misma apatía, pero desde el otro extremo del espectro social. Con su rutina maquinal, repite día tras día la tarea de recoger lo que otros tiran, sin importar si lo hace bien o mal. Aquí, la eficiencia es un lujo del que nadie parece estar interesado. La basura se mezcla, se revuelven los desperdicios, y cuando alguien se queja, la respuesta es siempre la misma: "Así es, joven, ¿qué le hacemos?". El "así es" nacional, ese mantra de la desidia, la excusa para todo y nada, el refugio último de la inacción.

Y es que, en México, la mediocridad no es el enemigo; es el estado natural de las cosas. Hemos institucionalizado la ley del menor esfuerzo, la lógica del "más o menos". Cumplimos, sí, pero sin entusiasmo, sin aspiraciones de mejora. Porque la excelencia, lejos de ser aplaudida, genera suspicacia. ¿Por qué esforzarse más si, al final, el resultado será el mismo? Mejor quedarnos en ese limbo, en esa zona segura donde nadie espera nada extraordinario.

En las empresas, los líderes que intentan romper con la inercia mediocrista son vistos como peligrosos. Son los aguafiestas, los que desestabilizan la tranquilidad de la mediocridad bien aceptada. Porque la excelencia, en el contexto mexicano, es una anomalía, una amenaza al orden natural de las cosas. En un país donde lo mediocre es el estándar, ser eficiente, rápido o brillante no es motivo de celebración, sino de incomodidad. Como si la verdadera virtud estuviera en hacer lo justo para seguir adelante, sin agitar demasiado las aguas.

En definitiva, la mediocridad es nuestro legado más firme. No es que no sepamos hacerlo mejor, es que hemos decidido no hacerlo. Nos hemos resignado a la mediocridad como forma de vida, como un refugio cómodo donde no se nos pide más de lo necesario. Y en ese confort, la excelencia se desvanece, quedando relegada al espacio de las utopías, mientras seguimos caminando por la senda de lo mediocre, con la calma de quien sabe que, pase lo que pase, nada cambiará realmente.

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