"Entre la Sapiencia y el Sueño: La Dulce Ignorancia"

Por Victor D Manzo Ozeda. 

En este carnaval de conocimientos y datos que llamamos vida moderna, uno podría preguntarse, con un martini en mano y una ceja alzada, si realmente es tan malo no saber. En un mundo que glorifica la acumulación de información como si de medallas olímpicas se tratase, la propuesta de que la ignorancia pueda ser una bendición suena a herejía, o peor aún, a una falta de ambición. Pero, queridos amigos, permitámonos un vuelo lírico hacia el paraíso de la no-consciencia y consideremos las virtudes de este estado tan vilipendiado.

Primero, la ignorancia es un bálsamo para el alma que se agobia bajo el peso de la realidad. ¿No decía aquel viejo adagio que lo que no sabes no te hará daño? Aquí yace una perla de sabiduría antigua. En la ignorancia, uno encuentra el néctar dulce de la tranquilidad. No hay ansiedad por la crisis económica, el cambio climático o las intrigas políticas. La mente, en su prístina inopia, flota libre de las cadenas del deber saber, como un globo sin destino.

Además, la ignorancia nos libera de la tiranía de la "opinión informada". En estos tiempos, donde cada conversación parece un campo minado de debates acalorados sobre temas de los cuales todos deben tener una opinión —preferiblemente bien fundada—, no saber es un acto de rebeldía. Es elegir el vals tranquilo en vez del frenético tap dance de argumentos.

Y qué decir de la creatividad, ese pícaro juglar que a menudo visita más a los despreocupados que a los eruditos. Hay algo en no saber —en esa tabula rasa de la mente— que invita a la imaginación a desplegar sus alas sin el lastre de la precisión histórica o científica. El mito, la fábula y la parábola nacen así, y con ellos, culturas enteras se han definido y enriquecido.

Pero cuidado, no abogamos por un elogio sin crítica de la ignorancia. Este ensayo no es un llamado a abandonar el noble empeño del conocimiento, sino un recordatorio de que, en ciertas dosis, no saber puede ser un refugio, una pausa, un respiro en el frenesí de la acumulación de saber.

Así, mientras navegamos este mar de información en el que estamos inmersos, tal vez valga la pena considerar que, en ocasiones, taparse los oídos con la cera de la indiferencia no es solo una táctica de supervivencia, sino un acto poético de autopreservación.

Este ensayo, entonces, es una oda a esa dulce ignorancia, un brindis por la paz que viene con el no saber, y un guiño cómplice a aquellos que, conscientemente, eligen cada tanto sentarse bajo el árbol de la inocencia.

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