Corrupción en México: La Descomposición Crónica de una Nación

Por Victor D Manzo Ozeda. 

La corrupción en México no es un simple mal endémico, no es la picadura de un mosquito. Es, más bien, un cáncer metastásico que ha invadido hasta el último tejido de su vida institucional. No hay rincón, por pequeño o insignificante que sea, que no esté contaminado por su pus. No hablamos ya de esa corruptela de esquina, de la “mordida” rutinario, de la dádiva que resuelve un trámite administrativo. No. Hablamos de un sistema cuidadosamente engrasado para sostener en el poder a una élite que devora con ansias voraces lo que queda del Estado de Derecho.

Cada día somos testigos de una nueva obra en este cabaret del absurdo. ¿Acaso uno puede encender el televisor, abrir el periódico o simplemente caminar por la calle sin sentir la podredumbre de lo que debería ser un estado funcional? El ciudadano común está atrapado en un ciclo perpetuo de indignación: cada nuevo escándalo es más grotesco que el anterior, y sin embargo, la respuesta es siempre la misma: una pantomima de juicios mediáticos, promesas vacías y la absolución definitiva para los perpetradores.

La corrupción en México tiene la capacidad insólita de disfrazarse de cualquier color político. Cambian los partidos, cambian los discursos, pero el hedor de la impunidad se mantiene intacto. Políticos de todos los bandos se dedican al saqueo sistemático del erario mientras alardean de su lucha contra la corrupción, en un juego de espejos donde los responsables del desastre son, a la vez, los encargados de solucionarlo.

Y lo más grave: la corrupción ha dejado de ser escandalosa. Se ha vuelto parte del paisaje, una característica más de nuestra idiosincrasia. La indignación, esa chispa que debería encender la llama del cambio, se ha apagado bajo el peso de la resignación y el cinismo. “Así es México”, escuchamos una y otra vez. La corrupción no es solo un defecto del sistema, es el sistema mismo. Un sistema que ha aprendido a mantener la ilusión de que algo cambiará mientras los mismos depredadores siguen hincando los dientes en el cuerpo ya desangrado y putrefacto del Estado.

El problema no es solo que los responsables de robarse el país anden sueltos, sino que ya ni siquiera se molestan en ocultarlo. Los escándalos de enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias y la malversación de fondos públicos son, en muchos casos, celebrados. Nos encontramos ante una clase política que ha perfeccionado el arte de la simulación, el fingimiento de la justicia mientras los verdaderos crímenes quedan impunes.

Así, México ha llegado a un punto donde la corrupción no es una anomalía, es la norma. Los ciudadanos, atrapados en este ciclo perverso, se ven obligados a jugar el mismo juego, a adaptarse a la podredumbre que los rodea, a sobrevivir en una selva donde las reglas no las dicta la ley, sino el dinero y el poder. 

En definitiva, la corrupción en México no es solo un mal. Es el testimonio vivo de nuestra decadencia colectiva, una trágica oda a lo que somos incapaces de cambiar.

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