No Somos Delincuentes, Somos Artistas": El Hip-Hop y la Apoteosis del Instinto Primitivo.

Por Victor D Manzo Ozeda. 

El discurdo contemporáneo de ciertas corrientes del hip-hop —"no somos delincuentes, somos artistas"— es una coartada fascinante que, lejos de dignificar la naturaleza artística del género, lo reduce a la mera glorificación de un primitivismo que coquetea peligrosamente con lo criminal. Y es que el hip-hop, como cualquier otra forma de expresión cultural, tiene la capacidad de ser muchas cosas: resistencia, denuncia, crítica. Sin embargo, en su versión más comercial y globalizada, lo que en un principio surgió como una herramienta de emancipación cultural ha sido secuestrado por narrativas que celebran el crimen, la violencia y la explotación, como si la delincuencia fuera no solo aceptable, sino digna de ser canonizada.

El problema no radica en que el hip-hop aborde la realidad cruda de las calles, la violencia estructural o la brutalidad policial. Es más: ese fue su origen, su grito fundacional. Pero, ¿en qué momento la guerra de bandas, la exaltación del narcotráfico y la misoginia grotesca se convirtieron en la norma? Cuando los raperos alardean de cuántas vidas han destruido, cuántos kilos de droga han movido y cuántas mujeres han “poseído”, la frontera entre la narrativa de denuncia y la apología del crimen se desdibuja peligrosamente.

No es solo la glorificación del crimen, sino también la espectacularización de la violencia. Los videoclips y las letras se han transformado en un festín visual y auditivo de armas, drogas y sexo. Todo envuelto en un halo de autenticidad tóxica, como si el éxito dependiera de la capacidad de encarnar lo más brutal del imaginario urbano. ¿Cuándo el arte dejó de ser una crítica de la barbarie para convertirse en su exaltación? Al parecer, en el momento en que el crimen pasó de ser una tragedia social a un “nicho de mercado”.

La narrativa del “gangsta” se ha convertido en la fórmula predilecta de la industria. No importa ya si el artista tiene algo que decir sobre la desigualdad, la exclusión o el racismo; lo que importa es que proyecte poder, y ese poder, para ser legítimo, debe estar atado al crimen, al tráfico de drogas y al control territorial. El hip-hop, en lugar de desafiar el status quo, termina reforzando una lógica patriarcal y violenta que celebra el dominio a través de la fuerza bruta y la intimidación.

Y el papel de la mujer en esta narrativa no es menos inquietante. Las letras y los videos convierten a las mujeres en simples accesorios, trofeos en una cultura de excesos que reduce sus cuerpos a mercancía de consumo visual. La sexualización no es empoderamiento, es servilismo. Y lo peor es que este tipo de representaciones no solo perpetúan estereotipos, sino que legitiman una forma de ver el mundo en la que la violencia, la explotación y el control sexual son presentados como actos de poder masculino inquebrantable.

El hip-hop, en su versión más comercial, ha olvidado su origen contestatario. Se ha plegado a las lógicas de mercado, y lo que queda es una distorsión de lo que alguna vez fue un espacio de resistencia. Ahora, la violencia, el crimen y la misoginia no son denuncias, sino mercancías vendibles en una industria que ha aprendido que lo más rentable no es la crítica social, sino la celebración del caos.

Al final del día, el grito de "no somos delincuentes, somos artistas" suena más a justificación que a verdad. Porque, aunque algunos artistas utilicen la violencia como recurso narrativo, otros muchos han cruzado la línea hacia la apología del crimen, y en ese tránsito han arrastrado consigo a una audiencia masiva que consume sin cuestionar. Y lo más triste de todo es que, en este proceso, el hip-hop ha perdido su capacidad de ser un verdadero vehículo de transformación cultural, para convertirse en una caricatura de sí mismo, vendiendo fantasías de poder y dominación a un público ávido de espectáculo, pero vacío de conciencia.

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